22.4.07

BLAKY EL PSICÓPATA


CHAPTER III

Si no puedes con el enemigo únete a él. Digamos que Señor Conejo, Blaky para los humanos, no era exactamente un enemigo, se convirtió para mí en un cómplice. Aunque Blaky me ayudó a que mi familia adoptiva no me tuviese a mí de cena, lo cierto es que me sentí culpable de haber hecho salir al psicópata que llevaba dentro. La idea de ofrecerme en sacrificio al abuelito Klaus fue mía, sin embargo el añadir al carrito de la compra a su odiada Wendy fue idea de él. Yo le intenté disuadir, haciéndole razonar, pero… ¿cómo se puede hacer razonar a un conejo? Lo que Blaky mostró fue puro instinto de supervivencia propio de su especie, pero de ahí a razonar con él…

  • Yo: sólo el abuelo.
  • Blaky: no, no, a la bruja también, que come más que el padre y además me exprime sexualmente
  • Yo: ¡que dejas huérfanos de madre a 8 conejitos!
  • Blaky: Me da igual, a coneja muerta otra joven y peluda en la puerta
  • Yo: Dios mío, he creado a un monstruo, eres peor que los humanos
  • Blaky: Pues tú nunca serás un dingo
  • Yo: afortunadamente

Llegamos a un pacto de no agresión: él me ayudaba a mí a llevar la cena al escondrijo y yo a cambio le protegía de toda alimaña viviente de la isla. Me convertí en una auténtica espía. Al lograr traducir y reproducir todo tipo de lenguaje animal conseguía alejar a las bestias de la madriguera del Sr. Conejo. Asustaba a sobre todo a los Hendrix y a los demonios de Tasmania, que eran a los únicos que les gustaba la familia del Sr, Conejo, y no precisamente para invitarles a bailar…

Blaky, en efecto, comenzó a relacionarse con otras conejitas y a tener más camadas con las que alimentar a los Hendrix, porque un trato es un trato. Cuando una conejita comenzaba a tocarle las orejas le mandaba al exterior de la madriguera a comprar pastel de zanahoria, y ahí estaba yo, con estaca en mano. Blaky, el conejo psicópata, les daba hierbas mágicas a sus conejitos para que éstos no se acordaran de que habían tenido madre. El problema de las hierbas era que hacían alucinar tanto que a algún conejito no hizo falta sacrificarlo, ya que creyendo perseguir mariposas algunos se despeñaron por el precipicio.

Lo cierto que el espiar a los demás se convirtió en un juego durante unos años, el problema fue que ya no me quedaba mucho por conocer de la fauna del lugar y comencé a experimentar otra sensación propia del ser humano: el aburrimiento

Ya no me satisfacía la vida de un dingo.

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